"Si las tijeras hablaran..."

Crónica de la una peluquera...



Entre olores a lavanda y amoníaco esta ella. Con su mirada fija como si en sus ojos estuviera reflejado el corte perfecto, se dispone a coger su arma de combate o “ñañas” como las llama ella. Las necesarias e infaltables tijeras de peluquería se mueven con gran destreza mientras escuchan junto con su diestra dueña todas las confesiones y chismes de sus clientas.


Romy, es peluquera desde hace más de veinte años. Sus manos delatan las pequeñas cicatrices que le costaron ser tan hábil con las tijeras; su entrega al trabajo ha sido total, tanto así que se ha vuelto una especie de adicción, sin saber si es por el placer de escuchar la novelería o por la necesidad de aflorar su destreza de cortar.
Desde muy pequeña, después de la muerte de su madre, aprendió a valerse por sí misma. Su padre siempre le brindó un apoyo incondicional para que pueda salir adelante. Siempre con amor, privaciones y exigencias ella no dejaba de ser, entre sus hermanos, la más extrovertida e inquieta. “En la una mano el pan y en la otra la correa”, dice, tratando de imitar a su “viejito”, quien fue aquel que determinó su carácter exigente e inspiró su gusto por ser estilista. Con muñecas viejas, lazos, carteras y peinillas Romy descubrió que ser peluquera era su vocación y desde ese entonces empezaría un camino que la llevaría a ser lo que es hoy.



Conforme pasó el tiempo, su vida se hizo más dura. La inestabilidad económica de la familia se hizo notar cuando estaba en el colegio, lo cual, impulsó a Romy a trabajar desde muy joven. Cuenta entre risas: “Recuerdo muy bien mi primer trabajo, fue en la peluquería Moderna, ahí aprendí primero a barrer bien y luego a cortar y afeitar barbas”. Cuenta cada detalle, hasta el más mínimo como si todo hubiese sucedido ayer y agradece a Don Julio quien fue su maestro en el arte de cortar cabello.



Ya pasado el tiempo, y ya con algunas habilidades más fluidas en el estilismo, Romy decidió estudiar en la academia de belleza Las Américas. Ésta era la única academia que le abría las puertas, ya que otras eran más costosas y al estar dirigida por las Madres Redentoras, Romy encontró no solo su vocación, sino también su lado más espiritual. “…Dios llegó a mi vida y desde ese entonces no lo he dejado salir…” 


Mientras deja caer una lluvia de cabellos negros de una de sus más queridas clientas, Romy no deja de recordar cuantas anécdotas tiene de su etapa de aprendiz de belleza. Una de ellas, la cuenta como si fuese una hazaña. Tal vez esta vivencia fue un pequeño inicio de lo que iba a escuchar por el resto de su vida. Cuando practicaban en la academia de belleza, entre las mismas estudiantes, ella cortaba y tinturaba el cabello de una compañera llamada Alicia, “ella era tímida, pero conmigo no”, recuerda Romy. Ésta joven tenía planes de contraer matrimonio con su enamorado, pero este personaje era un tanto violento y no convencía a la tímida e introvertida Alicia. Entonces Romy decidió interferir en ésta decisión y le dijo a la joven todo lo que le convenía, obviamente haciéndola desistir definitivamente de contraer lazos matrimoniales con el hombre. A los pocos días éste supo quien fue la precursora del cambio tan drástico de decisión de Alicia, y tomó venganza en contra del padre y el hermano de Romy, dejándolos llenos de moretones y cortes después de haberlos golpeado junto con su pandilla en un pequeño rincón de la cuidad oscura. “Cuanto me arrepiento haber sido tan metiche”, concluye, “si hubiese dejado que Alicia haga lo que quiera, mi familia no hubiese salido perjudicada”. 



A pesar de que la vida le dejó esta gran experiencia, Romy jamás ha dejado de dar consejos, opiniones y recomendaciones aunque esto le traiga problemas. “Es como si por dentro sintiera un impulso que me recorre desde los pies y me hace hablar”, cuenta con un poco de remordimiento.


Romy vive con su esposo y sus tres hijos. En una pequeña casa en la Y de San Sebastián, comparte su negocio con el de su cónyuge que vende e instala pisos flotantes, están medio apretados pero Romy siempre trata de que sus clientas se sientan lo más cómodas posibles y aunque para algunos es desorden lo que ven al entrar en su salón de belleza, yo siento que es muy acogedor es como si estuviese en un pequeño lugar familiar. Adentro las paredes ya un poco viejas por la humedad, abrazan sus certificados y diplomas en belleza que cuelgan todos los sueños cumplidos y que son los que permiten a sustentar a su familia, también penden varias fotografías de modelos que muestran peinados y cortes extravagantes. Sobre los sillones de espera están asentadas cientos de revistas de belleza que muestran todas las posibilidades de verse más bella(o) gracias a la hábil mano de la peluquera.


Encabezando el pequeño salón está la peinadora, que tiene tantos años como los del recorrido de su propietaria, un tanto despintada pero aún en pie, sostiene todos los instrumentos que Romy necesita para ser artista del peinado y corte. Entre peinillas, secadoras, rulos y sus amigas tijeras forman un equipo invencible, siempre dispuesto a dar lo mejor de si para ofrecer el resultado de una imagen perfecta y deseada ante el crítico más exigente, el espejo.
Cada día, tiene tantos clientes como nuevas historias, que escucha con paciencia y las asimila como suyas, por eso dice: “a veces me duele lo que a mis clientas les duele”, explica, “las mujeres somos un baúl de experiencias que deben ser contadas, lloradas y compartidas sino tenemos quien nos escuche llegáramos a explotar”. Ella acostumbró así a tener siempre algo que escuchar, como un sacerdote que calla y escucha todas las confesiones de los devotos.


Así Romy, una peluquera un tanto abatida por la vida y que carga el peso de los años con gran carisma y alegría, siempre espera junto a su silla giratoria un nuevo cliente que traiga una nueva historia entre sus labios y así ella pueda aconsejar y compartir sus alegría y tristezas.
Mientras hacia el último corte del día a una buena amiga, susurró como hablando con ella misma: “Hoy he escuchado tres nuevas historias y he contado la mía a una desconocida, creo que esto de confesarse es contagioso”. 

-Creo es un don el que tu tienes de escuchar y callar.  
-¿Y quién ha dicho que siempre callo? 
-Pensé que te guardabas las historias de los demás.  
-No…soy algo chismosa. Pero las tijeras han escuchado lo mismo que yo y jamás lo han contado, ellas si se deberían llevar el crédito de ser discretas, pero ¡Ay… si las tijeras hablaran!                                                                                                         

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